viernes, 12 de noviembre de 2010

Aprender de los errores no es lo mismo que errar al decidir.


Hace unos días leía en un diario que un brillante alumno de Harvard había sido cazado “in fraganti” cuando intentaba obtener el respaldo de su universidad para conseguir una beca de posgrado. Lo que hizo sospechar al profesor fue la brillantez del curriculum que tenía entre sus manos. En sí misma la noticia no tenía más que la picaresca propia de los estudiantes en época de exámenes. Ya había sido recogida previamente por los titulares periodísticos cuando uno de ellos tituló eufemísticamente, que una determinada universidad española daba derecho a copiar a sus alumnos. Sin embargo, el caso que tenía delante de mí me dio qué pensar.

Cuando tomamos decisiones hay un hecho en el que no reparamos demasiado: las consecuencias de nuestras decisiones. Si se nos pasa por la cabeza que pueden ser negativas, creamos escenarios futuribles donde esa posibilidad no sucede.
En el caso que nos ocupa es evidente que el resultado de la decisión ha sido negativo, pero más negativo ha sido el proceso seguido al tomar esa decisión, o más bien, el conjunto de decisiones que desembocan en ésta.

Al decidir es importante distinguir entre el proceso de la toma de la decisión y el resultado que se obtendrá. A la larga, siempre será más importante el primero que el segundo, pero a la corta, el espejuelo del resultado que se busca nos ofusca. El proceso de decidir incluye los ya sabidos pasos: definición del problema, establecimiento de criterios, creación de alternativas, evaluación de las mismas y decisión.

Al combinar estas dos características de toda decisión –proceso y resultado- obtenemos cuatro posibilidades diferentes:
La primera es que ambos sean correctos. De dónde se concluye que hemos de seguir así.
La cuarta sería que ambos son incorrectos: hemos decidido mal y, por tanto, hemos obtenido un mal resultado. Es evidente que tenemos que aprender de los errores, simplemente por pura necesidad.
Los dos restantes presentan muchos más problemas.
El tercero sería que el proceso es bueno, pero el resultado malo. No hemos obtenido el resultado previsto a la vista de nuestro jefe, pero hemos ido tomando las decisiones correctas en cada caso. Es decir, cuando decidimos bien, el tiempo nos dará la razón, aunque en ocasiones, tengamos mala suerte y el resultado no sea el buscado.

Pero la combinación más grave se presenta cuando el resultado obtenido con nuestra decisión es positivo, pero el proceso de decidir –en sí mismo-ha sido malo. Es el caso de referencia del estudiante de Harvard hasta que es “pillado” por mentir en su expediente académico. También el de tantas empresas donde priman los resultados - aumentar las ventas por cualquier medio- frente al proceso de decidir –ganar clientes en toda relación-. Es la primacía del corto sobre el largo plazo, que nos refuerza de una manera negativa la idea de que vamos en la dirección correcta hasta que el problema nos estalla en las manos. Es lo que se llama “aprendizaje negativo”.

En la teoría de la toma de decisiones hay una serie de principios que merecen la pena ser recordados y uno de ellos es que no es bueno tomar decisiones arriesgadas sólo porque uno se encuentra en una situación “complicada”. Dicho de otra manera, a la larga es mucho mejor aprender de los errores que errar al decidir.

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